Nacemos con prisa por amar, sea como sea. Cuando somos niños no somos conscientes de cuán importante es ese sentimiento porque no necesitamos cuestionárnoslo.

Un niño odia sin más, pero ama sin reparar en qué significa, simplemente ama. Y, por esta misma razón, le es fácil decir que algo le gusta como luchar por lo que le vuelve loco.

A medida que creces te das cuenta de lo mucho que duele y, como buenos humanos, ponemos una coraza para evitar que volvamos a registrar ese momento amargo que no le desearíamos ni a nuestro peor enemigo. Pero no nos cuentan de qué manera se pierde la esencia de cuando amábamos de verdad, sin miedo al qué pasará, sin miedo al qué dirán, sin miedo a los rechazos, sin miedo al futuro, sin miedo a ti mismo.

Corre, corre, que crees que el tiempo se te acaba y hay que disfrutar al máximo. Probar y nunca dejar rastro. La primera regla es no enamorarse nunca, es no abrir tu corazón a nadie, jamás de los jamases.

Llegará un momento en el que has llegado a un número ilimitado de seres con los que habrás conseguido miles de experiencias vacías para no declararte culpable de no sentir. Culparás a los demás por no entregarse a ti cuando tú hacías exactamente lo mismo con ellos. Culparás al que quiso aprovecharse de ti, culparás al que nunca te dijo «te quiero» aún habiéndolo visto en sus ojos, en sus gestos y en cada caricia. Culparás al que te lo dijo tantas veces que acabó derramándose junto a tus lágrimas al darte cuenta de que esa frase era compartida con muchas más.

Y, sobre todo, te culparás a ti por no amar de verdad.