¿Alguna vez os habéis parado a pensar la cantidad de veces que pedís perdón? Dicen que hay que saber arrepentirse, saber pedir disculpas, ¿pero dónde está el límite? Quizá no sea común en vosotros, pero en Aya lo fue durante más de tres años.

Creó una lista con más de 1560 situaciones en las que había pedido perdón por diversos motivos. Pude rescatar unas de las pocas que subrayó con creces, pintadas con un color rojo y con letras mayúsculas:

Pedía perdón por no estar delgada.

Pedía perdón por no ser la más guapa.

Pedía perdón por no ser más bajita.

Pedía perdón por tener el pelo largo. O pedía perdón por tener el pelo corto.

Pedía perdón una y otra vez por ser miope y no llevar siempre lentillas.

Pedía perdón por llevar falda, pedía perdón por llevar pantalón, pedía perdón por no querer desnudarse.

Y solía pedir disculpas por decir palabrotas.

Pedía perdón por decir las cosas con el corazón.

Pedía perdón si discutía por algo que le había sentado mal.

Pero más pedía perdón por haber disfrutado de algo que no agradaba a los demás.

Pedía perdón por molestar, o lo que ella creía que era molestar.

Pedía perdón por beber café sin azúcar.

Pedía perdón por gustarle demasiado la cerveza.

Pedía perdón por fumarse un cigarrillo si le apetecía.

Pedía perdón por no hacer running, por no ir al gym o no hacer yoga.

Pedía perdón por pensar que, de tanto en tanto, ir a la montaña era un coñazo.

Pedía perdón porque le doliera la cabeza.

Pedía perdón por tener los pies grandes y, sobre todo, las manos.

Pedía perdón por no estar morena en verano.

Pedía perdón por el grano que le había salido en la barbilla. O en la espalda. O en el pecho.

Pedía perdón por tener pelos.

Pedía perdón por bailar.

Pedía perdón por emocionarse con una peli, un libro, una historia o porque sí, porque le apetecía emocionarse porque pelaba cebollas.

Pedía perdón por no sonreír.

Pedía perdón por llorar.

Pedía perdón por querer estar sola.

Pedía perdón por necesitar cariño.

Pedía perdón por abrazos ausentes.

Pedía perdón por besos que no quería devolver.

Pedía perdón por mantener su cuerpo en la oscuridad.

Pedía perdón por no acordarse de alguien.

Y no podía evitar disculparse cuando se acordaba demasiado de ciertas personas.

Se había pasado tres años de su vida o más sintiéndose mal porque, cuando se pide perdón, es porque crees que hay algo que no has hecho bien y cuya culpa recae toda en ti.

Cuando pudo hacer análisis de la situación se quedó paralizada, casi sin respiración. Me contó que sintió como su cerebro comenzó a vibrar, a quedarse sin energía poco a poco, a quebrarse hasta notar como su cráneo se rompía en mil pedazos. Por suerte, solo estaba reseteándose.

Se quedó pensativa un rato, masculló cuatro palabras por lo bajo y, tras unos minutos de silencio absoluto en su mente, bajó de nuevo la cabeza. Lentamente levantó la mirada hacia lo que tenía delante: un espejo. Y entonces dijo:

«Hey tú, sí, Aya, perdóname»

«¡Y que te jodan!»