Cada semana. Siempre a la misma hora. Ella aparecía por la puerta con un nuevo acompañante. Al principio y por perjuicios llegué a creer que era de esas mujeres que se venden, que hacen la vida de la persona que las acompañan un poquito más feliz aunque sea por unas pocas horas, por un pequeño instante. Ellos se saciaban y ella podía pagar sus facturas.

A la tercera visita a mi bar me di cuenta de que ella no era para nada una acompañante más. De que no vendía su cuerpo por dinero, sino que vendía su alma por apenas unos minutos de atención.

Me percaté de ello por el perfume que desprendía al pasar por la barra antes de coger la pequeña mesa escondida al final del local, la cual poseía una luz más tenue y un habitáculo de una intimidad que ella conseguía enigmatizar. El aroma era dulce, difícil de explicar para los que poco sabemos de perfumes para mujeres. Eso sí, me hacía rememorar los pasteles caseros que cocinaba mi madre todos los domingos para que disfrutáramos de un pequeño momento en familia. Ella no se daba cuenta, pero mi mirada seguía su aroma hasta su rincón preferido. Al cabo de tantas visitas siempre dejaba su mesa libre. Secretamente estaba reservada para ella y sus acompañantes. Incluso he llegado a perder clientes por no querer ocupar aquel rincón. Pero estaba seguro de que no me fallaría jamás.

Al cabo de la tercera cita supe con más certeza que no cobraba por sus servicios, al menos de manera monetaria. Lo sabía por esa sonrisa sincera que mostraba a su receptor sin reparos, sin corazas ni escondrijos. Lo sabía por sus labios de color carmesí que permanecían intactos dando igual lo que comiera o bebiera. Era consciente por sus pupilas negras y enormes, que se dilataban y deleitaban escuchando todo lo que su acompañante le decía. Por la mano colocada en su barbilla en un ángulo recto perfecto cuyos dedos acariciaban el pelo que le caía por el lado derecho de su oreja. Sus movimientos sensuales la delataban. La desnudaban sus gestos, gestos como su mano posada tímidamente sobre sus labios cuando algo le hacía mucha gracia.

Todas las semanas llevaba el mismo vestido de color naranja con ligero escote que escondían unos senos que pedían a gritos ser liberados. ¡Oh! Ojalá escucharas su risa dulce, como la de una niña pequeña, mezclada con una picardía innata que derretiría a cualquier humano, por mucho que se las dé de valiente o rudo.

Siempre pedía lo mismo: dos cervezas estilo porter, fuertes y oscuras, nada que ver con su alma inocente que pedía a gritos que la rescataran. Antes de marcharse ordenaba un chupito de tequila, con su limón y sal para no perder la tradición de los bares donde servimos mal este brebaje de origen mejicano. Su velada duraba, aproximadamente, un par de horas. Picaban algo para poder paliar los grados de alcohol y, pasado ese tiempo, salían del bar. Ella se tambaleaba un poquito, pero su mirada brillaba y se reflejaba en los ojos de su acompañante. Seguramente se debiera a su ebriedad, pero registraba una graduación más alta de esperanza y felicidad efímera que la borrachera evidente. Ella no se daba cuenta, pero le comían con la mirada, la deseaban a más no poder en ese preciso instante. Ella no se percataba pero no miraban a través de sus ojos para saber quién era en realidad. Miraban a través de su vestido para poder intuir cómo era su coraza, si se componía de piel y un cuerpo voluptuoso.

Me decía adiós con una de sus manos y su sonrisa pícara contagiada por el alcohol que había ingerido. Y esa despedida sonaba como un «adiós» definitivo, como que no volvería a visitar mi bar porque por fin había encontrado refugio.

No fallaba. A la siguiente semana volvía con su sonrisa de oreja a oreja, con sus labios carmesí, con sus pupilas enormes y su vestido naranja. Y ese aroma… ¡ese aroma a valentía y a no rendirse jamás! Y yo la esperaba para analizarla de arriba a abajo, aunque ya me sabía de memoria todas las escenas, incluso hasta los planos de su propia película, de sus ilusiones marchitas y de una esperanza que no veía final.

Pasados varios meses, la película dejó de estar en cartelera. Por primera vez ella vino totalmente sola. Vestía unos vaqueros negros y unas botas marrones. Su torso lo cubría una sudadera grisácea, que combinaba perfectamente con la tristeza de su mirada. Sus labios estaban agrietados por el frío que hacía fuera y sus uñas no poseían color ni tampoco vida. Pasó por la barra sin mirarme ni saludarme, pero pude darme cuenta de que era ella porque su perfume no había cambiado, porque la imagen de mi madre horneando las tartas dominicales apareció en un flash de microsegundo para darme cuenta de que se había sentado en su sitio de siempre.

Al marcharse vi que había dejado varias servilletas y un bolígrafo de tinta violeta encima de la mesa, de su mesa. Cuando todos los clientes se marcharon quise ver lo que había escrito. Había decenas de servilletas con estrellas de cinco puntas, ninguna perfecta, dibujadas y, posteriormente, tachadas con el mismo boli.

Guardé esas servilletas como un tesoro por si alguna vez volvía y preguntarle qué significaban.

Ella nunca volvió.