Cuando nacemos, nacemos totalmente desnudos. A los minutos de vida ya nos visten, ya deciden por nosotros que, tapados, es como debemos enfrentarnos al mundo.
Al nacer no poseemos eso que llaman «coraza». Es algo artificial que vamos construyendo a medida que crecemos. No existe una coraza igual, todas son diferentes, marcadas por la experiencia. Al principio naces con una luz propia, con un halo brillante de un color característico que casi puedes palpar. Sin embargo, la coraza va poco a poco elevando un muro tan opaco que no permite que se escape esa luz. Pero ella sigue ahí, aguantando.
Me gusta creer que hubo algún tiempo pasado en el que esa luz era visible, en el que existieron personas a las que no les daba miedo mostrarla en todo su esplendor. Me reconforta imaginarme un mundo lleno de seres humanos que exponían al mundo tantas gamas de colores como personas existen en el planeta. Seguro que no hay un verde igual que otro, ni un violeta que se parezca en lo más mínimo al de su lado y ya no digamos las tonalidades de potentes amarillos que podrían existir. Me encanta imaginarme la vida así, plagada de colores. Y la veo. Pero la veo cuando cierro los ojos en el más puro silencio. La observo mientras tengo la mirada perdida en el momento que reina el caos a mi alrededor. La siento cuando elevo la vista hacia arriba y me topo con la Luna llena mostrándome ese característico tono planteado que solo ella sabe ofrecer. Pero sé que no es real, que realmente no están ahí. Y noto como otro ladrillo más se posa en mi propia coraza.
Vagas en la realidad observando las corazas de todas las personas con las que te cruzas. Todas poseen el mismo tono, algunas parecen más reforzadas que otras. Seguramente hayan sufrido daños, la luz haya intentado escapar y se haya enmendado lo más rápido posible para que no se filtrara, para que no la descubrieran.
Incluso he podido observar absorta mi propia coraza. Tan solo tienes que mirarte al espejo y esperar un rato hasta que dejes de juzgar la imagen que te devuelve. Poco a poco va emergiendo una especie de halo alrededor de todo mi cuerpo. Puedo tocarlo. Su tacto es frío y rugoso, como una roca que acaba de ser bañada por el agua del mar dejando un cierto gusto a salitre.
He probado mil maneras de intentar romper esta coraza. La he limado durante horas, la he golpeado, he intentado fundirla… pero nunca he tenido éxito.
Hubo una ocasión en la que conocí a alguien que había podido ver su propia luz, su color único, pero solo fue un instante, un efímero segundo que le permitió creer en algo más de lo que le ofrecía la monotonía de su día a día. Me contó que, pasadas horas mirándose al espejo, tocó su reflejo y, simplemente, sonrió.
Y, de repente, todo a su alrededor comenzó a temblar, su corazón se aceleró hasta llevarlo casi al colapso, pero aguantó, aguantó aunque su garganta se tornara seca hasta dejarlo mudo. Mientras tanto la coraza comenzó a fundirse, se derramaba por todo su cuerpo notando cómo le producía quemaduras y llagas en la mayor parte de su piel. Pero resistió, no apartó en ningún momento la vista de su reflejo, aún notando la sangre palpitando bajo su piel y una vista que se nublaba acercándolo al más puro vacío. Me confesó que el truco era no apartar la vista y, mucho menos, dejar de sonreír.
Y ahí estaba. Ahí estaba su aura. Pura, como si acabara de nacer.
Desde su confesión he probado a descubrir cuál es mi luz tantas y tantas veces que he perdido la cuenta. Por más que me miro fijamente al espejo, por más que le sonrío, la coraza sigue ahí, reconstruyéndose, reforzándose.
Ojalá vuelva a encontrarme de nuevo con esa persona. A veces pienso que me falta algo para poder hallar mi luz. Y otras veces me gustaría encontrármelo para pegarle una paliza por embustero.
Pero dicen sus más allegados que ahí sigue, sin despegar su mirada del espejo. Sin dejar de sonreír.