La ansiedad. Es el mal que inunda a la sociedad actual, a la que vive encerrada en ciudades, a la que se considera el Primer Mundo de manera hipócrita y egoísta. Estamos condenados a vivir en una eterna vorágine de cambios que, en contadas ocasiones, no podemos controlar. Los que habitan en lugares ajenos a ese huracán de acontecimientos, ausentes del ruido, del movimiento y de los incesantes vaivenes dirán que somos unos quejicas, que no sabemos qué son los problemas reales y que, la vida, está para vivirla y no para angustiarse por el qué pasará, el qué dirán, el qué harás. Sin embargo, hay que ponerse en la piel de los que circulan dentro del tráfico sin descanso, los que se aterran porque alguien gire a la izquierda cuando debía hacerlo a la derecha.

La ansiedad es un mal que afecta a la consciencia y que te ataca mientras duermes. No te deja respirar y los temblores al no saber qué hacer te hacen entrar en pánico, en un profundo abismo que crea paredes que se van cerrando a cada inspiración que des, a cada exhalación que necesites para volver a la tranquilidad. Cuando vives en un constante huracán de emociones incontroladas no puedes salir del tráfico, no puedes escapar de ese pequeño punzón que, sin aviso ninguno, te ataca a cualquier hora, en cualquier lugar y, sobre todo, cuando no hay salida por dónde escapar.

El terror más absoluto es pensar que no tienes tiempo para solucionar las cosas, que no existe para ti una oportunidad para pensar y que no hay salida, solo puertas bloqueadas y ventanas tapiadas. Se cierne sobre ti una sensación de que eres insignificante y que darte tiempo para ti es de ser egoísta porque, en ese momento, no vales nada, absolutamente nada. Sin embargo, hay algo que coincide cuando el momento pánico te absorbe y que deseas con unas ganas que sobrepasan las palabras escritas o el intelecto del mejor poeta. No quieres sentirte solo. Pero la soledad es la que está más presente cuando ocurre ese colapso de realidades. La realidad aparente se enfrenta con la imagen que tienes de ti y del mundo. Entonces el tiempo corre, se para, se adelanta y, de repente, ha pasado una hora o dos y tú no has solucionado absolutamente nada.

Cuando consigues relajarte y poner los pies sobre el suelo firme te das cuenta que, lo único que has conseguido, es perder el tiempo. Nada ha cambiado, a excepción de una sensación de vacío y las ganas desesperadas de que, mañana, sea otro día.

Nosotros mismos somos tiempo. Cuando decimos que «no tenemos tiempo» nos estamos poniendo como seres que no existen. A veces siento la necesidad de agarrar la mano a alguien que siempre exista, que siempre esté ahí, mirarle a los ojos y encontrar la tranquilidad cuando atacan esos momentos de pánico. Un apretón de manos, un abrazo o una caricia que me haga reconocer, sin palabras, que no pasará nada que, todo, absolutamente todo, irá bien.

Pero si todos tuviéramos eso, no existiría la ansiedad. La ansiedad del tiempo. La ansiedad a la esperanza.

Creo que… todos vivimos tan ansiosos, tan angustiados, tan ausentes de nuestra percepción del mundo que no nos damos cuenta de la inevitable necesidad de ayudarnos unos a otros. De estar ahí cuando nos reclaman en silencio y con ojos vidriosos, de que ellos se presenten en el peor momento, cuando somos nosotros los que aguantamos las lágrimas. La ansiedad, la angustia y el vacío solo desaparecerá cuando miremos a nuestro alrededor.

Pero soy demasiado positiva pensando que, en algún momento, esto será así. ¡Qué curioso! Pues este pensamiento, este ápice de esperanza es lo que me crea más ansiedad.