(esta canción se la dedico a mi madre que sé que le encanta, por si alguna vez lee esto)
Las mujeres tenemos un gran defecto: nos pierde la emotividad. Eso, más que nadie, lo sabe Lizzy. Elizabeth es originaria del condado de Candem, donde los trenes pasan muy de vez en cuando y las oportunidades son mucho más escasas que en otros lugares del mundo. Trabajaba como camarera en el restaurante de la estación de tren. Los días eran largos y austeros, la monotonía la mataba por dentro y las ansias por conocer algo nuevo no la dejaban dormir. Las propinas, además, no eran del todo buenas y odiaba que los pasajeros sin destino alguno le magrearan ante las narices de un jefe sin escrúpulos. Pero necesitaba el dinero para escapar del infierno.
Un día, que no parecía especial: un Sol que amartillaba al más friolero de los corazones y la sequedad típica de los días sin horas, acabó siendo el más especial para Lizzy. Cerca de la hora del almuerzo un hombre con traje de ferroviario entró en el restaurante. Se sentó al lado de la ventana y llamó a Lizzy con un gesto simple, pero alentador. La camarera se acercó, él pidió un mísero café solo sin azúcar. Lizzy se lo trajo, él le dijo que le apetecía charlar con alguien y que no tenía conocidos por aquí. Lizzy, incrédula por la mirada penetrante y sensual de aquel hombre, aceptó charlar con él mientras le pedía a su jefe unos escasos minutos de libertad.
Hablaron de la vida, del amor, del sexo, del odio, la tragedia y la pasión. Para Lizzy era la primera vez que el tiempo se pasaba tan rápido y la única que se sentía a gusto tras las desgracias que pasó de niña. Por un momento, dudó abrir su corazón a aquel hombre del cual no sabía ni su nombre, pero… la complicidad que sentía le dio el empujón que necesitaba para mostrarse tal y como era, para ser niña y decir la verdad, para afrontar y discutir sus sueños e ilusiones con algo más que su almohada.
– «Quiero salir de aquí. Mi mayor deseo es descubrir cosas nuevas, alejarme de esta vida aburrida, reír como los actores o actrices que veo en las películas que alquilo todas las tardes de los aburridos domingos. ¿Cómo será España? ¿Francia? ¿Incluso Nueva York? Tú tienes la suerte de ser ferroviario y poder verlo todo sin apenas desearlo».
El hombre la miró sorprendido por la sinceridad de la muchacha. Dio los últimos sorbos al café y le acarició la mejilla. Ella se sobresaltó: «tengo que volver al trabajo».
Él no dijo nada, ella volvió sonrojada a servir cafés a los demás clientes.
No paró de pensar en el ferroviario en todo el día.
Cuando volvió a casa, tras un seto y apoyado en un árbol mal cortado, estaba un hombre de 29 años, alto, de buena constitución, que cerraba los ojos a la brisa de la noche de verano. Lizzy se fijó en su nariz aguileña y sus labios agrietados por la sed. Era el ferroviario.
Le dijo que estuvo esperándola más de 5 horas, que estaba muerto de sed. Ella le dejó entrar en su casa vieja y pequeña para ofrecerle un trago… Él bebió, él la agarró por el brazo, la abrazó, la besó y le hizo el amor…
Al día siguiente, Lizzy era otra. Al lado de la mesita de noche había una nota escrita como un telegrama que anunciaba:
COGE EL ÚLTIMO TREN. VIVE.
No volvió a verle. Lloró los primeros meses por él. Para una mujer un sólo instante es único y especial y es recordado para toda la vida. Sin embargo, a veces, esos instantes, aunque no vuelvan, nos hacen aprender. Lizzy necesitaba el apoyo del ferroviario para escapar de su vida. Ahora vive en Seattle y es agente comercial.
Sigue echando de menos a aquél que le salvó de la monotonía, del que le dio ánimos para seguir adelante. Pero… no le odia. Tiene mucho que agradecerle.
gerardo
En Seattle siempre hay espacio para vidas enteras que duran una noche!