Os encantaría conocer a una anciana que vivía en la última casita de una calle empinada en lo más alto de una colina en uno de esos pueblos perdidos que no salen en los mapas. La conocí en una época en la que necesitaba alejarme del mundo y de la realidad. De esos días en los que te apetece coger el coche y no seguir las señales de la carretera, solo el camino. Y así lo hice.
Buscaba un sitio en el cual alojarme, aunque tampoco me importaba dormir en el coche si no quedaba más remedio. La anciana me ofreció cobijo a cambio de un poco de compañía. Al principio me encontraba reacia a su oferta ya que, lo que menos me apetecía en ese momento, era charlar con una mujer que, seguramente, no permitiría que mi mente descansara ni por un instante. Sin embargo, fue lo mejor que hice.
Me contaba que a lo largo de mi vida conocería a centenas, incluso a millares de personas. Y lo que más me costaría comprender es que, la gran mayoría de esos humanos, destacarían por su cobardía.
La anciana me confesó que, a veces, le gustaba imaginar, incluso a escasos peldaños de su muerte, un mundo sin filtros, donde se dijeran las cosas con sinceridad y se expresaran los sentimientos con libertad. La mayoría de personas a las que les ha contado sus intenciones la han tachado de loca. Ella no ha vivido toda la vida en este pequeño pueblo sin nombre. Se ha criado y gestado en grandes ciudades de todo el mundo. Su trabajo y sus circunstancias más personales la forjaron como una verdadera nómada. Pero aprendió a ser fiel a sí misma. Pasaban los años y el filtro que nos hace ser correctos se iba haciendo cada vez más y más fino. Su sinceridad brillaba dando paso a la explosión de los sentimientos cuando realmente necesitaba vomitarlos.
Cuando ella formulaba cómo sería su mundo perfecto, todos expresaban el mismo recelo a una tierra con esas características. Todos predicaban que nos mataríamos entre nosotros, nos dedicaríamos a violar y a insultarnos. Pero la anciana siempre rebatía con argumentos que nadie supo discutirle. «¿Cómo íbamos a conocer cómo sería el mundo de esta manera si nunca lo hemos intentado? Quizá matamos, violamos y nos insultamos en momentos en los que, nuestras propias limitaciones, nuestra mismísima cobardía atacaba por dentro para reprimirnos en lo más hondo. Y contestábamos con violencia verbal o física, sin razonamiento ninguno creando un mundo totalmente demente, cargado de ansiedad, depresión y locura».
Más allá de media noche, con dos o tres whiskeys dobles sin hielo y sin nada para mezclar, música de blues de fondo datada de aquellos tiempos que nunca se volverán a vivir, ella me hizo varias preguntas:
- ¿Cuántas veces te has tragado tus palabras y te han sentado mal, como una maldita indigestión tras una comida copiosa a la que le has dedicado gula, pero nada de nutrientes?
- ¿Cuántas veces has dicho «sí» cuando querías decir «no»? ¿Y viceversa?
- ¿Cuántas veces te has mentido a ti misma?
- ¿Cuántas veces te has callado un beso o cuántas veces te has escondido un abrazo?
- ¿Cuántas veces has deseado entregarte y no lo has hecho? ¿O lo has hecho a medias?
- ¿Cuántas veces, oh sí, cuántas veces has sido realmente tú?
No supe responderle a ninguna de estas cuestiones. Pensé en mí misma, en mi vida pasada y en cómo quería replantearme el futuro. Pero también recapacité en las personas que habían estado conmigo, que habían compartido intimidad y grandes momentos, que llegaron a ser algo más que un «hola», un «¿cómo estás?» y que esas invitaciones falsas de tomar un café o una cerveza que nunca se hicieron realidad.
Y me quedé imaginando el mundo si alguno de los dos hubiera sido mínimamente valiente, no hubiera tenido miedo a quitarse los filtros y hubiera sido sincero con su propia alma.
Quizá las cosas no hubieran salido bien, seguramente tampoco hubieran salido mal. Sin embargo, con la verdad por delante y los sentimientos a flor de piel, lo que vendría después hubiera sido lo mejor que hubiera podido ocurrir. Simplemente porque la realidad se había plasmado con sinceridad, con palabras, gestos y acciones que hablaban desde lo más hondo, del alma como tal.
Nunca en mi vida conocí a una persona como aquella anciana.
Pasados un par de años quise volver a verla y explicarle que, como ella, empecé a aplicar su concepción del mundo. Fui consciente de la cobardía que habitaba en él y de que sería casi imposible salir de ese bucle de autodestrucción humana. Estaba deseando encontrarla para comentarle que, a pesar de tantos tropiezos en estos dos años, nunca me había sentido tan bien, tan viva, tan a gusto, tan feliz.
Y, también, quería contarle que me sentía sola, totalmente sola en este mundo y que ella era la única persona que me comprendería.
Tras horas y horas, kilómetros y kilómetros en falso hallé el pueblo sin nombre. Sin dilación y decidida apreté el pedal del acelerador hacia la última casa de esa calle empinada que acababa en una colina.
La casa no existía. Tan solo se encontraba un pequeño prado cargado de flores de todos los colores.
Bajé del coche y me senté en una pequeña roca saliente en la cima de este montículo que la tierra había brindado a este pueblo fantasma. Y noté cómo la Luna llena me sonreía burlona y la brisa me acariciaba comprensiva.
Y ya no me sentía sola.